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Biig Piig y la hora que lo cambió todo



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¿Y si un número en la pantalla del móvil fuese el aviso para pisar el freno y mirarse de frente? ¿Y si una hora se convirtiera en ancla, brújula y título a la vez? Con esa pequeña superstición elevándose a columna vertebral, Jessica Smyth, conocida como Biig Piig, entrega su primer álbum largo y cierra una etapa de tránsito constante entre ciudades, sonidos y estados de ánimo. Lo hace sin disfraz: con la cadencia suave de su voz, con sintetizadores que laten cerca del pecho y con historias que caminan de la oscuridad a la claridad como quien sale de un club y respira el aire frío de la mañana.

Nació en Cork, creció entre España e Irlanda, y se asentó en Londres, donde el colectivo NiNE8, capitaneado por Lava La Rue, le señaló un camino que no estaba en los planes: subir temas a internet, probar, equivocarse, volver a probar. Desde ‘Big Fan of the Sesh, Vol. 1’ (2018) hasta la mixtape ‘Bubblegum’ (2023), su catálogo fue ensayando una mezcla propia: ritmos que invitan a moverse, letras que se quedan y una inclinación natural a mezclar lenguas y paisajes. Nada de fuegos artificiales: una construcción paciente que encuentra su forma definitiva en ‘11:11’.

El álbum se escribió entre Londres y París, con sesiones clave en Motorbass, un estudio que, según cuenta, le pidió quedarse hasta que cayera la noche, o más. Allí nació ‘9-5’, empapada del magnetismo de Montmartre y de un enamoramiento que teñía las calles de tonos cálidos. La canción captura ese momento en que la vida diaria, la “jornada” emocional, se vuelve deseable porque está compartida; un latido de funk y synth-pop que suma capas hasta quedarse flotando. Ese equilibrio entre impulso y contención es una constante del disco.

La puerta de entrada es ‘4AM’, elegida con intención. La canción abre un mundo donde la vulnerabilidad no choca con la euforia, la acompaña. Hay confesión, sí, pero nunca sin ritmo. Ese planteamiento marca el trayecto: a un lado, cortes que buscan la comunión del club (‘Favourite Girl’, ‘Cynical’); al otro, momentos que piden bajar la luz y escuchar de cerca (‘One Way Ticket’, ‘Stay Home’). En medio, transiciones que evitan las líneas rectas y prefieren las curvas.

‘Decimal’ es el punto donde el español entra en escena. No como guiño exótico, sino como lengua que emerge cuando la emoción lo pide. La alternancia entre idiomas no interrumpe, más bien intensifica la melodía y aporta color a un estribillo que desborda. Es uno de los rasgos más reconocibles de Biig Piig: cambiar de registro sin perder el hilo, sostener el tema con una interpretación que no necesita empujar para sonar cerca.

Hacia el final, la secuencia revela el núcleo del proyecto. ‘Stay Home’ reúne voces queridas, un pequeño coro que recuerda de dónde sale todo esto: de una red afectiva que sostiene. ‘One Way Ticket’ condensa una despedida en guitarra y pulso electrónico. Y ‘Brighter Day’ cierra con una mezcla de distorsión vocal y brillos, como un amanecer sincero: después del torbellino, la calma, sí, pero sin negar las sombras que permitieron ver el contorno de las cosas.

Ese arco no es casual. Biig Piig ha contado que el álbum tomó forma cuando dejó de forzarla. No diseñó un manifiesto; dejó que el material indicara por dónde tirar. En esa entrega hay aprendizaje: confiar en que una idea puede reposar y volver más clara; aceptar que algunas pistas piden la fiebre de la pista y otras necesitan una instrumentación mínima. El resultado es una obra que se mueve a gusto en dos hábitats: auriculares y sala sudorosa, habitación propia y escenario.

La biografía itinerante de la artista se filtra por todas partes. Irlanda, con su memoria musical de bares y voces crudas; España, con el sol atravesando melodías y un castellano que entra y sale sin pedir permiso; Londres, con su velocidad y su diversidad que contagian ganas de buscar; París, con su romanticismo sin empalago y la disciplina de estudio que en Motorbass se vuelve deseo de crear. No son estampas turísticas: son capas que aparecen en la producción, en los giros melódicos, en la manera de frasear.

En lo técnico, ‘11:11’ brilla por cómo se construyen las dinámicas. El bajo de ‘Decimal’ no solo sostiene: empuja a un clímax que libera. ‘Silhouette’ respira en el estribillo como si abriese una ventana. ‘Ponytail’ juega a ser un cañonazo emocional con base de club. Los arreglos son precisos, pero nunca rígidos; permiten que la voz, cercana y contenida, funcione como narradora. No hay virtuosismo exhibicionista: hay intención.

También hubo una huella clara de cultura de club: esa comunidad que aparece en los momentos difíciles, ese deseo de soltar el cuerpo para ordenar la cabeza. Biig Piig no lo convirtió en estética vacía; lo integró en una dramaturgia donde se baila para procesar, no para huir. Quizá por eso las canciones aguantan tanto un sistema de sonido potente como una escucha de madrugada con volumen bajo: el esqueleto es sólido y la emoción está dosificada.

El lanzamiento de ‘11:11’ llegó hace unos meses con un cuidado especial por lo visual. Videoclips y piezas cortas no se limitaron a ilustrar, expandieron el significado: personajes que encarnaban emociones, escenas que conectaban con el pulso de cada tema, una paleta que conversaba con los timbres. Se notó que el proyecto fue pensado como un ecosistema en el que sonido e imagen se alimentaban mutuamente.

No se entiende ‘11:11’ sin la década previa. Subidas a SoundCloud que abrieron camino, EPs donde se ensayaron timbres, una mixtape que aceleró el pulso, giras donde aprendió a respirar en escenarios grandes, con lecciones prácticas como cuidar la voz y escuchar el cuerpo, y un colectivo que funcionó como casa y taller. Todo eso desemboca aquí, no como suma de logros, sino como una herramienta afinada para decir mejor.

Biig Piig no escribe desde la grandilocuencia. Prefiere el detalle: una línea que cae en el momento exacto, un bombo que entra medio compás más tarde, un verso en español que cambia el clima de una estrofa. Su música no busca moralejas; propone momentos: la esquina de una calle de Montmartre con ganas de seguir la noche, la cocina de casa con coro improvisado, la vuelta a casa en taxi a las ‘4AM’ viendo pasar luces y caras por la ventana. Pequeñas escenas que, juntas, forman ‘11:11’.

Y vuelve la hora en el móvil: parar, respirar, agradecer. En ese gesto cabe el sentido de este debut. No es un punto y final: es una coma larga, un guiño a lo que viene. Si algo dejó ‘11:11’ es la certeza de que Biig Piig encontró un modo propio de ordenar el caos sin adormecerlo, de convertir la ciudad y la noche en materia sonora, de llevar al estudio todo lo que pasa fuera y devolverlo con brillo nuevo. Cuando sonaron los metales de ‘Brighter Day’ y bajó el telón, quedó esa sensación amable de haber atravesado algo verdadero y, sobre todo, vivo.

Biig Piig presentará estas nuevas canciones próximamente en nuestro país.

Tratando de escribir casi siempre sobre las cosas que me gustan.