Mucho ha llovido desde que The Horrors irrumpieron a mediados de los dos mil con aquel debut oscuro y abrasivo que les ganó tantos admiradores como detractores, The Horrors han seguido una trayectoria marcada por la mutación constante. Del post-punk garajero de sus inicios al refinamiento atmosférico de discos como 'Primary Colours' o 'Skying', el grupo británico ha sabido reinventarse sin perder su identidad, convirtiéndose en una de las propuestas más singulares del panorama alternativo europeo. El pasado domingo 6 de abril, volvieron a Madrid para demostrar, una vez más, que su directo no es solo un repaso por su catálogo, sino una experiencia envolvente en la que sonido, imagen y presencia escénica convergen con una intensidad inusual.
Desde los primeros compases de 'Silence That Remains', la atmósfera ya era la de un trance compartido. Las luces, que durante toda la velada jugaron con la retina del público como si de un caleidoscopio viviente se tratara, cubrieron el escenario con una paleta cambiante: azules helados, rojos incandescentes, verdes líquidos, estrobos blancos que marcaban el pulso de cada golpe de batería. Todo al servicio de una experiencia visual que no se limitó a acompañar la música, sino que la amplificó, la moldeó, la convirtió en algo casi físico.
Faris Badwan, el vocalista, fue el núcleo gravitacional de todo lo que sucedió en escena. Magnético en cada gesto, con una presencia que combinaba teatralidad y misterio, parecía invocar fuerzas invisibles con cada movimiento de sus brazos largos, con cada grito que lanzaba al vacío. Su voz, grave y desgarrada, transitó entre el susurro y el aullido, y fue imposible apartar la mirada de él durante toda la actuación.
El viaje continuó con 'Three Decades', una de las piezas que marcó el tono sombrío y al mismo tiempo hipnótico de la primera parte del concierto. Aquí se notó cómo la banda ha aprendido a dominar la tensión: no se lanzan al caos de inmediato, sino que lo construyen con capas de sonido que se superponen y colisionan, como si cada instrumento contara una parte de la misma pesadilla.
'Mirror's Image' trajo un cambio de energía. Más rítmica, más envolvente, con un bajo que marcaba una especie de danza tribal entre sombras, fue uno de los momentos donde el público empezó a soltarse definitivamente. No hubo grandes discursos entre canciones, ni intentos de ganarse al público con palabras. No hacía falta. La conexión era más profunda, más instintiva. The Horrors no vinieron a conversar; vinieron a invocar.
'Silent Sister' sonó como una invocación electrónica, con una textura sintética que se entrelazó con guitarras filosas y distorsionadas. La banda logró aquí un equilibrio fascinante entre lo mecánico y lo humano, entre la precisión quirúrgica de los ritmos programados y el desgarro emocional de la voz y las guitarras. Para entonces, la sala ya se movía como un solo cuerpo: cabezas que se agitaban al ritmo de la batería, ojos fijos en el juego de luces, manos alzadas que parecían intentar tocar el sonido.
La secuencia formada por 'Sea Within a Sea' y 'Endless Blue' supuso el corazón del concierto. En la primera, The Horrors construyeron una de sus piezas más ambiciosas, expandiendo su sonido hasta límites casi cósmicos. Los sintetizadores creaban una sensación de inmensidad, como si estuviéramos flotando en el vacío. Pero justo cuando esa paz hipnótica parecía dominarlo todo, llegó 'Endless Blue' para romper el hechizo con una furia inesperada. Fue el contraste perfecto, un recordatorio de que esta banda se alimenta tanto de la calma como del caos.
'Still Life', probablemente uno de sus temas más reconocibles, se convirtió en un himno compartido. El público cantaba con los ojos cerrados, como si repitieran una oración laica aprendida en otro tiempo. Aquí, la estética neorromántica de la banda alcanzó su punto álgido, con Faris iluminado por una luz blanca cenital, como si fuera una aparición. La intensidad emocional del tema convirtió ese momento en uno de los más celebrados de la noche.
Luego vino 'More Than Life', pieza donde el dramatismo gótico volvió a imponerse, con una interpretación casi fúnebre que fue recibida con un respeto reverencial. 'Ghost', por su parte, trajo de nuevo los sintetizadores al primer plano, y la banda jugó con los silencios y los crescendos de manera magistral, demostrando su capacidad para construir atmósferas que pesan como el plomo.
A estas alturas del concierto, era evidente que el repertorio no pretendía ser un escaparate de novedades. El nuevo disco apenas tuvo presencia, y eso pareció estar calculado: esta noche era para los fieles, para quienes llevan años navegando las aguas oscuras de su discografía. La banda se centró en lo que mejor sabe hacer: explorar lo abismal, lo onírico, lo salvaje.
Con 'Trial by Fire' y 'Who Can Say', el cierre se intuía cercano, pero no por ello menos potente. La primera fue un estallido de energía comprimida, con una batería que golpeaba como martillo neumático. La segunda, más melódica pero igualmente cargada, fue el último momento de comunión antes del encore.
Y entonces, cuando todo parecía haber terminado, regresaron con tres temas más. 'Lotus Eater' mantuvo la tensión, 'Scarlet Fields' devolvió al público a esa especie de trance donde la realidad se disuelve entre luces y ruido. Pero fue con 'Something to Remember Me By', una pieza en la que la repetición casi hipnótica sirvió de epílogo, donde sellaron su ritual.
