Crónica

Kamasi Washington

Barts

24/07/2017



Por -

De músico de sesión a llenar salas, de prestar su saxo a grandes estrellas a convertirse en una. La trayectoria del músico angelino es como su música: pantagruélica, hiperbólica, te atrapa y te sacude; te transporta a otra época donde convive el free jazz de Ornette Coleman y el jazz cósmico de Sun Ra y Alice Coltrane. Y no toma rehenes. 

Más allá de su innegable talento, Washington ha sido llamado a tender puentes entre el público ajeno a estos sonidos y los fieles seguidores de las proteicas texturas jazzística. No en vano, su primer largo, ‘The Epic’ (2015) ha sido planchado en el sello electrónico de Flying Lotus, Brainfeeder, toda una declaración de principios y   carta de presentación para el mercado mainstream.

Antes de prender (y encoger) la tarima de la sala Barts, paseó su saxo por el Primavera Sound del año pasado,  y como un guijarro que salta por encima del agua creando círculos, el boca-oreja hizo que la actuación preinagural del 49 festival de Jazz de Barcelona estuviera a rebosar de público.

Washington rezuma carácter, su porte agigantado, con esa túnica color crema nos retrotrae a la figura  de Pharoah Sanders, es como un espectro, un negativo atrapado en el tiempo, llamado a revitalizar la impenetrable escena jazz. 

Acompañado por una abultada nómina de músicos: dos baterías, cantante, órgano, contrabajo, trombón e incluso flauta y saxo soprano a manos de su padre, Rickey Washington, el inicio del concierto fue arrollador y sentó las bases del  devenir de las dos próximas horas: toda una big band poseída por el jazz cósmico de los setenta conducida por el auriga Washington.

Ante todo ese vendaval, la actitud del músico es apocada, humilde, introduciendo cada envite con cierta inocencia, apelando a un ‘sentir cósmico’, a otro tiempo de paz y amor, solo así se entienden esas  palabras preñadas de inocencia acerca de su madre al presentar ‘Henrietta’  o cuando nos cuenta la batería que le regalaron cuando era pequeño.

Entre los largos desarrollos de las piezas, destacó ‘The next step’, donde toma prestado el jazz más ortodoxo para firmar una pieza sensual y taciturna, la cósmica ‘The final guard’-con la voz de Patrice Quinn arrullando las filigranas de Washington- o la versión de ‘Giant feelings’, con vocoder  cortesía del teclista Brandon Coleman. 

Entre tantos aciertos, no escatimaríamos algún que otro coscorrón a cierto exhibicionismo gratuito, como ese desfilar de ‘momentos solistas’ que protagonizó toda la banda, desde el pizzicato  de Joshua Crumbly en ‘The magnificent seven’  al diálogo de baterías de Robert Miller y Jonathan Pinson, que directamente entró en el terreno de la competición callejera.

Washington, por su parte, se muestra como una fuerza de la naturaleza, con más empuje que puntería, arrojando toda su energía en tropel que sacude al público y lo monta en una particular montaña rusa con sus típicas subidas y bajadas, zarandeándolos a veces hasta la extenuación. 

Para el final, la banda se decantó por interpretar la maravillosa ‘The rhythm changes’ con Patrice Quinn levantando los brazos y mirando al techo y recitando ‘Our love/ our beauty/ our genious/Won´t worry what happened before me I´m here’, apelando a ese jazz espiritual, a ese sentir  universal que en manos del saxofonista suena auténtico, creíble y que nos mantuvo suspendido entre capas de instrumentos y bellos soliloquios por más de veinte minutos y que hizo que el público se dejara las palmas de las manos pidiendo un bis que finalmente no llegó.

Momento de aterrizar tras casi dos horas de planeo cósmico. Vaya viaje.

Ruben

Oriundo de La Línea pero barcelonés de adopción, melómano de pro, se debate entre su amor por la electrónica y el pop, asiduo a cualquier sarao música y a dejarse las yemas de los dedos en cubetas de segunda mano. Odia la palabra hipster y la gente que no calla en los conciertos.