Crónica

Primavera Sound Porto 2025

Jueves

12/06/2025



Por -

Un año más regresamos, con la certeza de que hay pocos eventos tan diseñados para el que solo le importa la música como este festival que convierte la logística en arte: el césped mullido como alfombra, la omnipresente ausencia de colas incluso en las horas de mayor afluencia, primeras filas conseguidas sin empujones y una programación que vuelve a exhibir el fino olfato curatorial marca Primavera Sound. Se diría que estamos ante la encarnación del festival soñado, y más si atendemos a un cartel que, este año, roza la quimera al reunir en franjas horarias milimétricas hasta siete actuaciones imperdibles sin obligarnos a sacrificar ni un acorde; todo ello aderezado por una movilidad impecable, el bus cooperando con puntualidad suiza para llegar al recinto y abandonarlo cuando el reloj ya naufraga en la madrugada, y coronado, por fin, por la gran novedad meteorológica: la lluvia decidió quedarse en casa, rompiendo la tradición de ediciones pasadas. Con semejantes ingredientes y esa deliciosa sensación de vivir un encuentro multitudinario mimo-dependiente, sólo cabe rendirse a la evidencia: año tras año, visitar Porto se vuelve innegociable. Y, apuntalados estos detalles imprescindibles, llega el momento de sumergirnos en el auténtico caudal sonoro, porque los capítulos musicales de esta edición son tan abundantes como inolvidables.

La encargada de inaugurar esta nueva edición fue Surma, que se presentó en formato trío para dar comienzo al festival con una propuesta renovada, más incisiva y de tintes claramente oscuros, marcando el inicio de una etapa que la aleja del onirismo más etéreo para abrazar un sonido donde la tensión y la intensidad se imponen con elegancia. Leiria estuvo bien presente en el ADN de su directo, en el que no dejó ningún rincón de su trayectoria sin explorar, pero sí los resignificó con una energía mucho más descarnada y visceral. Aunque la luz del día pudiera parecer una aliada esquiva para una propuesta que camina entre la pulsión club gótica y la distorsión emocional del post rock, Surma logró construir un universo absorbente en el que todo parecía alineado para subrayar su inagotable capacidad expresiva. Ese nervio experimental de raíz pop, tan característico de su obra, apareció esta vez revestido con capas densas de ruido y ruptura, sin miedo a lanzarse incluso a un pogo improvisado que evidenció, una vez más, la pasión casi febril con la que encara cada presentación. Reinventarse sin traicionarse es algo al alcance de pocos, y Surma lo volvió a hacer con una convicción tan firme como conmovedora, dejando huella desde el primer minuto de festival.

Nos desplazamos después al escenario Revolut, uno de esos rincones del recinto que, sin necesidad de grandes alardes, se convierte en escenario ideal para propuestas de mediano formato gracias a su disposición casi natural: encajado en la parte baja de una suave colina, permite una visión nítida y cercana desde cualquier ángulo, potenciando así esa conexión que solo se da cuando el público siente que casi puede rozar a la banda. En esta ocasión, la expectación era máxima: Momma llegaban por fin a la península, tras su paso por Barcelona, para presentar ‘Welcome To My Blue Sky’, un trabajo que brilla por su capacidad de encapsular emoción en cápsulas de rock noventero repletas de melodías tan redondas como adictivas. En directo, el grupo no solo refrendó las virtudes del disco, sino que las llevó a un nivel superior, explotando con contundencia su sonido más afilado y, al mismo tiempo, resaltando la dulzura imperfecta de sus armonías vocales. Aunque su concierto fue más breve de lo deseado, seguramente por las exigencias de su apretada gira, lograron incendiar el escenario con una entrega rotunda que nos transportó sin esfuerzo a ese verano en Ohio al que aluden en sus canciones. No faltaron momentos memorables como el de ‘Speeding 72’, coreado con fervor por las primeras filas, dejando claro que Momma es una banda plenamente cohesionada, con una actitud tan fresca como irreverente y una identidad musical que conecta de lleno con quienes aún creen en el poder evocador de una buena canción de guitarras.

Sin abandonar el universo guitarrero, aunque esta vez en coordenadas claramente garageras, Dehd se adueñaron con desparpajo del imponente escenario Porto, demostrando que el tamaño nunca ha sido una barrera cuando se tiene actitud, precisión y una identidad sonora bien cimentada. Lejos de amedrentarse, el trío supo convertir su directo en una sucesión rotunda de canciones encadenadas sin apenas respiro, exprimiendo al máximo el tiempo disponible y dejando claro que su evolución artística ha sido tan natural como eficaz. Desde aquellas primeras canciones más crudas, donde las líneas de bajo galopaban sin freno sobre estructuras clásicas de trío, hasta su actual enfoque más pulido y directo, en el que el pulso pop late con más claridad sin perder esa esencia desafiante, Dehd mostraron tener muy bien trazado su camino. Las proyecciones psicodélicas, centradas en figuras caninas que aluden directamente a su reciente ‘Dog Days’ añadieron un punto visual que, sin robar protagonismo a la música, acentuaban esa sensación de estar ante una banda con garras, con un sonido que conoce perfectamente su terreno y lo explora sin titubeos. Voz, energía y una entrega sin fisuras hicieron que su presencia en el escenario principal no solo estuviera justificada, sino que se sintiera como el lugar exacto para una actuación tan sólida como vibrante.

Sin perder de vista el acogedor enclave del escenario Revolut, llegaba uno de esos momentos que justifican por sí solos la visita a un festival: la oportunidad de ver a artistas tan escurridizos como Nate Amos, alma detrás de This Is Lorelei, en una de esas actuaciones que sabes que, o las ves aquí, o probablemente no las veas nunca. Acompañado en directo por Fantasy of a Broken Heart al bajo y batería, Amos desplegó con aparente sencillez, y esa timidez casi estructural que lo define, las canciones de ‘Box For Buddy, Box For Star’, uno de los discos más fascinantes del último año dentro de esa canción americana que juega a ser díscola, inventiva y profundamente sureña. Sin recurrir a ornamentos ni teatralidades, el directo fue un recorrido íntimo y generoso por casi todo el álbum, en el que convivieron momentos de ternura delicadísima como el arranque con ‘Angel’s Eye’ y picos de exuberancia melódica con temas como ‘I’m All Fucked Up’, donde su faceta más pop tomó el control sin perder un ápice de honestidad. Fue un concierto que funcionó como un pequeño refugio emocional, una de esas burbujas sonoras que permiten escapar del ruido del mundo, recordándonos que a veces las canciones más esenciales son aquellas que llegan sin disfraz, creadas por gente que no pretende cambiar el planeta pero sí iluminarlo durante unos minutos con su forma discreta y genuina de entender la vida.

La tarde del jueves fue tomando temperatura hasta convertirse en uno de los primeros picos de euforia colectiva: bastaba alzar la vista para comprobar que competían en número las camisetas futboleras de Fontaines D.C. y las de brat, esas nuevas credenciales de militancia pop, presagiando ya la magnitud de lo que se avecinaba. Y cuando los irlandeses irrumpieron, dejaron claro que ni la extenuante gira ni la rutina de los focos diluyen la esencia; de hecho, abrieron el set clamando contra el genocidio en Palestina, plantando corazón y convicción antes de que sonara la primera nota. Sobre un escenario mayúsculo, rematado por esa pasarela originalmente concebida para Charli XCX que muchos aprovecharon como autopista de posturas rockstar durante todo el festival, se movieron con la naturalidad de quienes han asumido la condición de referentes generacionales: Grian Chatten, en estado de gracia, condujo un repertorio que evidenció lo bien que sienta el viraje más pop de su último álbum a los formatos festivaleros, aportando dinamismo, estribillos coreables y la certeza de que la banda ha encontrado un nicho de público tan fervoroso como fiel. Sin renegar de la sombra, ahí quedaron la desazón eléctrica de ‘Jackie Down the Line’ o la urgencia oscura de ‘Boys in the Better Land’, supieron alternar catarsis y comunión, exorcismo personal y entrega colectiva, tejiendo un concierto que dejó huella y confirmó que Fontaines D.C. juegan ya en la liga reservada a quienes convierten cada directo en una declaración de principios.

Cambiando radicalmente de registro, nos apresuramos hacia el escenario Vodafone, sabiendo que lo que estaba por venir exigía no solo atención, sino recogimiento. Anohni subía al escenario acompañada por una nutrida banda, preparada para desplegar el intrincado universo sonoro que envuelve cada una de sus composiciones, tan delicadas como desafiantes. Si en su anterior gira había centrado su mirada en figuras históricas del activismo trans como Marsha P. Johnson, esta vez su causa abrazaba a la Gran Barrera de Coral australiana, un ecosistema en inminente colapso cuya fragilidad fue revelada a través de grabaciones de científicos proyectadas entre canción y canción. Con esa voz única prodigiosa, profunda, quebradiza y luminosa al mismo tiempo, logró tejer un espectáculo en el que las historias íntimas contenidas en temas como ‘Hopelessness’ o ‘You Are My Sister’ dialogaban de forma natural con la indefensión de un mundo natural sometido a constantes agresiones. Todo fluía con una solemnidad casi sagrada, donde cada crescendo emocional se sentía como una plegaria compartida, tendiendo puentes entre la emoción humana y el dolor del planeta. Fue un concierto político sin panfletos, profundamente conmovedor, de esos que se quedan grabados a fuego por su capacidad de recordarnos, en medio del ruido, que aún queda belleza, empatía y lucidez en un mundo que parece precipitarse hacia el abismo. Anohni no ofreció solo música: regaló una experiencia a la que volver mentalmente cada vez que necesitemos recordar que la ternura también puede ser una forma de resistencia.

Tras la intensidad casi litúrgica de Anohni, resultaba inevitable sentir cierto vértigo ante la propuesta radicalmente distinta que Charli XCX presentó apenas unos minutos después: sola en el escenario, envuelta apenas por un juego de luces austeras pero velocísimas, bastaron los primeros destellos para desencadenar un delirio colectivo en un público tan predispuesto que cualquier gesto suyo se convertía en performance legitimada. Desde el principio flotó la pregunta de si estamos ante una parodia consciente del vacío que a veces habita el star-system pop o, por el contrario, ante la defensa a ultranza de la desinhibición como motor creativo; quizá sea ambas cosas a la vez, y ahí reside su atractivo. Con pasos de supermodelo y una hiperactividad que reventaba cualquier quietud, Charli activó un karaoke generacional, convocando a sus fans como parte imprescindible del show y demostrando que le bastan recursos mínimos para que todo avance con precisión quirúrgica. Cumplió, así, su papel de nueva diva surgida del hyper-pop: un huracán que invita a romper el vacío interior y entregarse a la euforia de una fiesta cuyo sentido, en realidad, es lo de menos, porque la clave está en la catarsis compartida y en esa libertad impúdica que cada uno puede moldear a su antojo.

El último asalto de la noche llegó bendecido por la pulsión bailable de Caribou, demostrando que, aunque ‘Honey’ pasara algo de puntillas por la conversación musical del pasado año, el directo sigue siendo territorio conquistado por Dan Snaith y los suyos: esa perfecta telaraña que entrelaza nuevas composiciones con clásicos atemporales convierte cada tema en eslabón de una cadena sin fisuras. Arropados por una escenografía milimetrada, luces que evocaban un alba electrónica y geometrías sutiles que respiraban al ritmo de los patrones rítmicos, los canadienses supieron extraer oro de la sobriedad que siempre ha definido su escritura, llevando su célebre “electrónica cerebral para masas” a un terreno donde la euforia física manda sin traicionar la elegancia quirúrgica de los detalles. Hubo percusiones que serpenteaban con ritmos esquivos, destellos de discoteca old-fashion y crescendos que parecían diseñados ad hoc para que ningún músculo quedara inmóvil, hasta desembocar en un ‘Can’t Do Without You’ que, lejos de ser el único anzuelo, funcionó como clímax lógico de un viaje repleto de pequeñas perlas sembradas a conciencia: recompensas que justifican dejarse arrastrar por un directo que sacude más el cuerpo que el alma, pero lo hace con tal maestría que, cuando las luces se encendieron, comprendimos que la noche había encontrado un cierre tan físico como hipnótico.

Tratando de escribir casi siempre sobre las cosas que me gustan.