El año de las supernenas (Sabrina Carpenter / Charli XCX / Chappell Roan), de la reconquista del aforo perdido con unas 293.000 almas paseando por el recinto, con una media de edad de veintinueve años; del sorpasso de la cuota güiri; el año, también, en que echamos de menos el Auditori y tuvimos que movernos a primeras horas de la tarde a la Sala Apolo y a Paral·lel 62, con QR que mutaban en el último segundo y entradas que no entendíamos muy bien cómo gestionar.
El año del recambio de la letra X por la Z, de los indies de antaño por la generación brat, de los fomo, de los de cristal. Los abuelos cebolleta dejan espacio a los chiquillos: un cambio generacional que ha ido tomando forma desde los despachos del Primavera Sound desde hace poco más de seis años con Rosalía y J Balvin. ¿O realmente empezó cuando apostaron por el trap de C. Tangana un año antes?
Pero todos los cambios tienen sus riesgos: gente acampando desde horas antes de que empiece su diva favorita (Lana, Sabrina, Miley), ocupando las primeras filas e inutilizándolas para el devenir del fandom de otras propuestas. El consumo en las barras, puesto en jaque; y el peligro de que, cuando termine la actuación deseada, se forme un éxodo que reduzca gran parte del aforo de esa noche.
Dicho esto, podemos afirmar que hemos visto la creación de dos festivales que cohabitan en un mismo espacio: el antiguo, regentado por el público que los sigue desde sus comienzos, adscrito a la región de la placa solar y alrededores; y los nuevos acólitos, cuyo hábitat principal es la llanura de Mordor. ¿Será imprescindible ese relevo generacional para garantizar la pervivencia del festival?
Pero, ante todo, ha sido otro gran año de actuaciones: desde la descomunal Anohni llamando a nuestra conciencia ambiental con su voz sobrenatural, hasta los abrasivos Idles, que nos convidaron a recordar, con pogo y esputos, el genocidio de Palestina; el regreso de Stereolab tras quince años sin publicar nuevo material; la música electrónica de muchos quilates de Jamie XX y Floating Points. Otro año de reencuentros y abrazos, de comentar por WhatsApp qué nos parece esa actuación y dónde quedamos luego; de bocadillos a altas horas de la madrugada, de foto finish bajo la salida de las icónicas letras del festival, de salir corriendo a pillar el tranvía, el bus, el metro, o lo que sea que nos lleve a casa. Otro año más.
10 MOMENTOS DEL PRIMAVERA SOUND 2025
IDLES
Idles son como los Ferrero Rocher: duros por fuera y blandos por dentro. Cierras los ojos y aprietas el esternón, preparado para recibir un buen golpe intercostal, pero luego los abres y ves a un tipo con pelo rosa chicle, otro luciendo vestido de lentejuelas y otro que va representando el baile de San Vito con su guitarra. Un muestrario sólido y reivindicable de la nueva masculinidad de nuestro tiempo, que no teme por su hombría si abraza espacios antiguamente relacionados con la mujer.
Son tipos duros con conciencia, como así lo demostraron a lo largo de toda su actuación con constantes reivindicaciones sobre el genocidio del pueblo palestino, muy presente en el festival, incluso con la instalación ‘Unsilence Palestina’ y un stand donde se podía comprar la camiseta con dicho eslogan.
Pero atendiendo a lo estrictamente musical, los de Bristol salieron para no tomar rehenes: ‘Colossus’, ‘Mr. Motivator’, ‘Car Crash’, ‘Gift Horse’ sonaron fieras y cargadas de mala leche, instigando pogos, crowd surfing y arengas políticas como “Libertad para Palestina” y proclamas antifascistas. Todo ello aliñado por el savoir faire de Joe Talbot (un tipo que tiene un tatuaje de Bill Murray en el antebrazo no puede ser mal tipo) y por la pérfida dupla de Mark Bowen (ataviado como un Frank Zappa queer) y Lee Kiernan, que, en cuanto pudo, se lanzó al público a darse una vuelta sobre los brazos de los allí presentes. Que los hagan fijos en el cartel, por favor.
FKA TWIGS
Había ganas de ver a Tahliah Debrett Barnett (sí, lo del nickname no fue baladí) tras haber cancelado las dos últimas ocasiones. En las casas de apuestas ya se jugaban los cuartos para ver si finalmente aparecía esta noche. Y esta vez sí lo hizo.
Pero no lo hizo sola, ya que todo su show estuvo acompañado por una nutrida caterva de bailarines que daban pábulo a sus numerosas coreografías: una performance de unos setenta minutos escorada más bien al campo de las artes escénicas y el ballet que a un concierto al uso. Y aquí pudo estar la colleja.
Sí, porque hubo mucho cuerpo esculpido y cacha maciza, pero a veces poca ejecución vocal; vamos, que el micro le quemaba a la chiquilla. Y, ojo, que a nivel visual y estético fue un puro goce, con unas cuidadísimas coreografías que transmutaban en carne el ideario de su último trabajo, ‘Eusexua’. Pero echamos de menos más momentos vocales y músicos en el escenario, reducidos a una raquítica mesa de mezclas. En el lado positivo, varias postales para el recuerdo de esta edición: el andamio hipersexualizado al ritmo del tema homónimo del álbum (¿homenaje al vídeo de ‘Express Yourself’ de Madonna?), el lúbrico pole dance y el gran final con ‘Two Weeks’ y ‘Cellophane’.
JAMIE XX
A Jamie Smith lo hemos visto crecer en el festival: desde su presentación con The XX allá por 2010, hasta sus increíbles sesiones bajo su alias Jamie XX. Precisamente esta noche iba a cuadrar sus quehaceres como músico y productor, presentando su disco del año pasado, ‘In Waves’, y su faceta como DJ.
Conocido por su querencia por el pop, su sesión fue transitando por varios estilos de electrónica de gran consumo (olvidémonos de techno, dubstep o IDM cubista), que fue hilvanando con canciones propias. Todo ello formó un empedrado musical sin fisuras y siempre invitándonos a una pista de baile lúdica más que contemplativa. Comenzó con la etérea ‘Wanna’, que empezó a dar codazos a ‘Treat Each Other Right’ –respetando así el orden de su última obra– para ir encajando oscuros samples (otro de sus vicios confesos), como Notion, Stüm y covers de pedigrí funk. Hasta se atrevió a empastar ‘Ritmo de la noche’ tras ‘Loud Places’, uno de los grandes picos de la sesión, aunque el ninguneo a ‘In Colour’ fue de traca.
La última parte fue todo un fan service, con paradas en lo más nutrido de su repertorio más reciente: ‘Let’s Do It Again’, la discotequera ‘All Your Children’ con ese extracto infantil que nos va guiando por todo el tema, ese pedazo de himno que es ‘Life’ y ‘Baddy on the Floor’, un auténtico broche de oro para otra sesión de cuaderno y lápiz.
CHARLI XCX & TROYE SIVAN
Si ya teníamos miedo de los supergrupos –egos hinchados, testosterona fuera de control, disputa por autorías de canciones...– no podíamos dejar de arquear la ceja cuando nos enteramos de un show a medias entre Charli XCX y Troye Sivan.
Planteado a modo de intervenciones de tres o cuatro temas cada uno, es llamativo cómo los medios de comunicación nos han vendido este espectáculo como una especie de “retroalimentación”. ¡Ja! Aquí lo que se nota es cómo Sivan canibaliza los momentos de su compañera. Vamos, que es salir el pavo y toda la intensidad que tenía el show se desploma.
Entiendo que debe haber fans del australiano que besan por donde pisa y veneran su querencia por su saco escrotal, pero el resto de los mortales estábamos esperando que saliera Charli y repartiera estopa de la buena. Vamos, como cuando te pillabas un CD y lo programabas para saltarte todas las canciones chungas: así hubiera dispuesto yo el set.
Pero vamos a quedarnos con lo bueno: ese pedazo de lona en verde pistacho con las letras de ‘Brat’ que dio comienzo a la actuación de la susodicha, que no defraudó ni un momento: actitud, cambios de vestuario, una Charli enfiestada que nos llevó de parkineo a ritmo de ‘360’, ‘Von Dutch’, ‘Club Classics’, ‘Vroom Vroom’, entre otras. Una jefa. Por favor, la siguiente vez, reservad el Hotel Princess solo para la británica.
WOLF ALICE
Qué injusto todo. Si estuviéramos en 2002, Ellie Rowsell habría tenido su propia supernena a la entrada del festival pero, ay, estamos en 2025 y, nos guste o no, lo que mueve la panoja son los ritmos urbanos y el diva pop de grandes estadios, no grupos de rock que han quedado para carrozas que se resisten a no ponerse camisetas de sus bandas favoritas.
Nada de eso parecía importarles a Rowsell y los suyos, alegrándonos la tarde del viernes en las estepas de Mordor; y es que ya intuíamos que podrían ser un muy buen reemplazo tras caerse Clairo del cartel hace unas semanas. Y así fue.
Canciones expansivas, enmarañadas en guitarra, que crecían del disco al directo, con Ellie revolcándose por el escenario, aullando con un megáfono en ‘Yuk Foo’, con las medias rotas y paseando nalgas por el escenario. Por momentos, una especie de crossover entre Chrissie Hynde y Debbie Harry, ahí es nada.
Un concierto para fans y que hizo fans, que no se dejó en el tintero ninguno de sus grandes temas: ‘Bros’, la popera ‘Baby Boom’, ‘Formidable Cool’ o ‘Don’t Delete the Kisses’, con la que cerraron. Magnífico concierto, de los mejores bolos de los tres días.
STEREOLAB
Reactivados por fin a tiempo completo tras reagruparse para la presentación de una serie de recopilatorios, la vuelta de Stereolab es una de las mejores noticias en lo que llevamos de año. Encima, su nuevo trabajo, ‘Instant Holograms on Metal Film’, es candidato a formar parte de lo más celebrado de esta temporada.
Entre el público asistente, nada de brilli-brilli ni camisetas verde pistacho: aquí prima la alopecia incipiente, las gafas de cerca para ver el horario y asiduas incursiones al baño para rendir culto a la próstata. Es decir, asistentes senior de pura cepa, nada de mamarrachas followers. Aquí hay galones y mucho dinero invertido en las barras a lo largo de muchas ediciones.
Y es que, junto a ellos, hemos envejecido. Por eso nos alegra tanto reencontrarnos con Tim Gane y Lætitia Sadier, que nos saluda desde la tarima con un simpático “Esteu tots aquí?” antes de arrancar con una de las muchas incursiones a su último trabajo, el single ‘Aerial Troubles’.
Es en este punto donde quiero hacer hincapié: dedicar gran parte del minutaje a presentar casi la mitad de sus nuevas canciones, ¿hacía falta? No vamos a negar su calidad, pero tras la sequía de verlos en directo, hubiéramos preferido un repertorio más clásico. Pero no vamos a ponernos quisquillosos: sigue siendo un placer recordar la samba extraterrestre de ‘Miss Modular’, la vanguardia velvetiana de ‘Flower Called Nowhere’ con esa Nico remozada, la bossa narcótica de ‘Household Names’ o la eterna ‘Cybele’s Reverie’, con la que cerraron su actuación. Setenta minutos de una cornucopia de estilos, y es que Stereolab, más que un grupo, son un género en sí mismo.
THE JESUS LIZARD
Pasan los años y siguen igual de intratables. Ellos van a lo suyo: predicar un rock sucio y áspero, sin florituras ni estribillos coreables. Aquí se siente el rock como algo visceral y telúrico, que huele a sudor y a grasa.
Poco importa que su retorno discográfico, tras veintiséis años, no esté a la altura de su mítica trilogía (‘Goat’, ‘Liar’ y ‘Down’); lo importante es que están de vuelta a los escenarios y no están para tonterías. Desde el inicio, un David Yow entregadísimo se deja la piel para intoxicarnos con su voz rota y cavernosa, que va hidratando a base de continuos esputos. Y no contento con eso, arroja su marchito cuerpo al público como si se tratase de una particular ofrenda.
Todo el grupo funciona como una apisonadora: el bajo percutor, la guitarra dislocada y el frenesí de Mac McNeilly, que aporrea los parches como si se le fuera la vida en ello. Puro rock de abrevadero, de ese que tanto le debe a Steve Albini y sus Big Black –que les llevó a contar con su sabia mano tras los controles– y que, esa noche, tuvo el detalle de dedicarle su actuación.
LCD SOUNDSYSTEM
Decía Javier Becerra en su libro La música no es lo más importante que los modernos solo bailan de cintura para arriba, criticando abiertamente el repudio general que sienten por dejarse arrastrar las dos extremidades inferiores. Aunque he de decir que ese comentario apunta solo a los más valientes, porque la mayoría solo da unos meneítos con la cabeza, como si estuviera asintiendo todo el rato.
Pues bien, James Murphy y los suyos son capaces de conjurar a varios miles de personas en la extensa llanura de Mordor y, encima, hacerlas bailar de cuerpo entero. Que sí, que habría algún desaborido que solo rumiaba las letras con la mandíbula apretada, pero fue sacar la bola de espejos –literalmente– y transformar la estepa de césped artificial en una eficiente pista de baile.
Y mira que empezaron tímidos con ‘Oh Baby’, para ir cogiendo carrerilla con ‘You Wanted a Hit’. Pero la jarana no empezó realmente hasta que comenzaron los primeros compases de ‘Tribulations’ o su homenaje (menos) velado a New Order. Si bien es cierto que sus dos nuevas canciones –‘X-Ray Eyes’ y ‘New Body Rhumba’–, presentadas tras la carismática ‘I Can Change’, no logran brillar a la altura de sus clásicos (¿quizá por eso el miedo a un nuevo disco?), tampoco ensuciaron un setlist plagado de pelotazos, sobre todo en el último tramo del concierto.
Siempre bien arropado por los eficaces Nancy Whang y John MacLean (ambos con sombra de ojos imitando la bandera de Palestina), James Murphy sigue teniendo ese mojo a medio camino entre profesor chachi universitario y rockstar. Y, a pesar de contar con un registro vocal limitado, es más que suficiente para volver locos a todos coreando ‘North American Scum’, ‘I Can Change’ o ‘All My Friends’.
Lo tenía que decir: ¿cuándo va a recuperar los primeros singles con los que se dieron a conocer? ¿Y ‘Yeah’, ‘Losing My Edge’ o ‘Beat Connection’? Vaya sopapo te daba si no fuera por el conciertazo que os marcasteis. ¿Y la de Daft Punk, para cuándo?
FONTAINES D.C.
Si el primer día solo se veían camisetas de Idles y de ‘Brat’ por todos los rincones del Fòrum, el tercero solo se leía Fontaines D.C. en varios diseños, aunque bien es cierto que la imagen del corazón de su último disco, ‘Romance’, fue la que más triunfó.
Agolpados bajo la llanura de Mordor, miles de fans esperaban a la banda indie más importante del momento, con cuatro discos impecables y una proyección de futuro que hace salivar a las multinacionales. Y nadie resultó defraudado.
Dedicaron buena parte del minutaje a las canciones de su último disco, aunque incluyeron también ‘I Love You’, ‘Boys in the Better Land’ (¿su mejor canción?), ‘Big’ o ‘Jackie Down the Line’. Si bien los primeros minutos sonaron algo flácidos –como en ‘Romance’–, y no solo por el bajo volumen del micro, sino también por una malquerencia al estudio de grabación, resultaron algo domesticados y carentes de picardía.
Mención especial a dos momentos que pivotaron alrededor de la hora larga de concierto: por un lado, la politización del escenario, con constantes alusiones al genocidio de Palestina, con la bandera descansando en la tarima y un enorme cartel que desplegaron donde se podía leer “Israel is committing genocide. Use your voice”.
Por otro, su querencia por una estética de reminiscencias noventeras: desde la camiseta de fútbol de Grian Chatten, a los pelos teñidos de fosforito de Carlos O’Connell, que recuerda a Scott Weiland, o Conor Curley con un aspecto desaliñado a lo Layne Staley. Todo muy grunge. Por cierto, imagen que ha sido duramente criticada por el mamarracho de Liam Gallagher.
Para el final, una apoteósica ‘Starbuster’, convertida ya en todo un himno (setenta millones de escuchas desde el año pasado en Spotify), que hizo vibrar hasta los corazones de las camisetas. Maravillosos.
ANOHNI AND THE JOHNSONS
Los buenos conciertos son como las buenas películas: comienzan cuando acaban. Y conozco esa sensación porque llevo desde el sábado por la noche flotando entre corales, peces payaso y la voz de Anohni inundándolo todo.
Concebido como un alegato para denunciar la desaparición de la Gran Barrera de Coral australiana –incluyendo una gran pantalla que proyectaba imágenes del fondo marino e intercalaba extractos de entrevistas a varios científicos donde exponían su aciago futuro–, Anohni salió al escenario como una figura fantasmal, toda de blanco, un ser de luz que nos guiaría por fondos abisales tristemente desteñidos.
El inicio fue contundente y exquisito: ‘Why I Am Alive Now?’ ya nos puso en la pista de lo que se avecinaba esa noche: el mejor concierto de todo el festival. Desde el principio, la gente callada; no se oía ni un susurro. Miras alrededor y ves a la gente compungida, con las barbillas encalladas en las madejas de pelo cercanas.
Llega ‘Manta Ray’, con ese piano devastador, y su voz sobrevuela la orquesta, avanzando hasta tomarnos y no soltarnos. Nos arrolla como esas olas que parpadean en la pantalla: así suena el antropoceno.
En la versión de ‘Sometimes I Feel Like a Motherless Child’, Anohni se tapa los ojos y canta: “I just wanna close these holes”. Pero en su voz, las palabras no resuenan con ira; hay un destello de esperanza en esa garganta que nos calma y nos consuela.
Para entonces ya ha conjurado a los espíritus de Billie Holiday y Nina Simone, activistas del blanco y negro, percutoras de su glotis embrujada. Hay mucho que denunciar, y decide hacerlo con ‘Scapegoat’ –dedicada a todas las víctimas que se convierten en chivos expiatorios–, e incluso juega al despiste con ‘It Must Change’, dedicada a su madre (naturaleza).
Nos pesa incluso la cerveza; se ha quedado una noche para una copa de vino. Sigo mirando a mi alrededor, se oye algún crujido: algo se debe haber roto dentro de alguien. Empieza el tramo final con ‘Cut the World’ y ‘Another World’. Suenan algo más calmadas. Parece que la congoja ya tiene sueño. Alrededor, los lagrimales están hechos unos zorros.
El escenario ya es un auditorio. Para la última canción, ‘Drone Bomb Me’, Anohni se calza un velo negro a modo de parca. ¿Es, quizás, su reverso vengativo que nos amedrenta con la muerte si no tomamos conciencia de los peligros del cambio climático? Y en ese momento recuerdo al dios de Spinoza cuando sentenció: la naturaleza (Dios) es la única que existe. Palma de oro.