Siempre fieles a su eclecticismo que los identifica y los separa de otras propuestas, el festival Cruïlla acudió a su cita estival para presentarnos otro cartel diverso, este año con dos ejes principales: uno girando alrededor de sonidos de marcado acento anglosajón (Duran Duran, Jack White, Hit Chip, Editors) que se desarrolló en la jornada del viernes y otro orbitando en torno a ritmos latinos, en su más amplia acepción: desde el reguetón a la salsa, pasando por el merengue y la bachata. Estos ritmos tomaron la explanada del festival principalmente el sábado aunque el goteo ya empezaría el miércoles ( Residente) y jueves ( Molotov) y culminaría en los aplaudidos conciertos de Juan Luis Guerra y Rubén Blades del sábado.
Un festival que se resiste a crecer en estos tiempos de gigantomaquia festivalera, apostando por un emplazamiento sostenible y cómodo que permite ver prácticamente la totalidad de los cabezas de cartel sin por ello sufrir un colapso nervioso. Más allá de las cifras, unas 72.000 asistentes, según fuentes oficiales, esta edición ha significado la vuelta a la normalidad, al regreso de las cuatro jornadas y la corroboración que su modelo ecléctico sigue funcionando y que ,a pesar de estar inserto en las mismos días que otros festivales, tiene un público que apuesta por su programación. Nos vemos en la del año que viene.
Con la excusa de presentar su último trabajo, el más que decente “Future Past”, Duran Duran se presentaron en el Cruïlla con la intención de invitarnos a repasar sus grandes éxitos. Un setlist calcadito al de otras actuaciones de su actual gira donde miran sin pudor a su pasado con temas del calibre de “Wild boys”, “Hungry like a Wolf” o las reposadas “Come undone” y “ Ordinary world”; unos ganchos que atraparon desde el primer momento a un público mayoritariamente pureta que hacía memoria recitando las líneas de los británicos.
Simon Le Bon, curtido y solvente, supo defender unas canciones que forman parten de la cultura popular de los 80, aunque recurriera en alguna ocasión a un par de cantantes para solventar algunas carencias vocales, como en “Notorius” y “A view to kill”, en la que incluso entró tarde en algunas estrofas.
Aunque la parte central fue de trazo más grueso, la recta final levanto el vuelo con la dupla “Girls on film” y “Acceptable in the 80´s”, en la que empastaron perfectamente uno de sus temas más icónicos con el tremendo hit de Calvin Harris; sin duda todo un acierto que han ido repitiendo en otras ciudades.
Los bises, con la tórrida “Save a prayer” como antesala de la enorme “Rio”, rubricaron un concierto más para la gloria de los fans que para la propia banda.

Es indudable el éxito masivo de la propuesta de Rigoberta Bandini, solo había que mirar el gran número de personas que se acercaron por el escenario Cruïlla Enamora, visiblemente más denso que para ver hacía unos minutos a Duran Duran.
Sin lugar a dudas, la catalana es la más lista de la clase, ya que, sin tener aún disco debut ha ido copando salas y escenarios de toda la península; a veces no solo echando manos de versiones ajenas sino también de su propio repertorio ¿de verdad hacía falta un remake de “Ay mamá”?
Acompañada por un público marcadamente talibán que no le hacía ascos a ninguno de los temas que por allí sonaron, deshojó los singles que ha ido presentando a lo largo de estos últimos años, desde el omnipresente “In Spain we call it Soledad” al incomprendido “Too many drugs”. Incluso aprovechó para descubrirnos su particular visión de “Así bailaba”, el apolillado himno de Los Payasos de la Tele que aquí, con la colaboración de Amaia, se empapó de sudor feminista.
A principio de los dosmiles el rock coqueteaba de nuevo con los charts y decenas de bandas mostraban y asían sus turgentes mástiles de guitarras, y mientras unos miraban a la gran manzana y las islas, otro fondeaban en las sucias y empantanadas aguas del Nueva Orleans. Quienes se acercaron a cotillear el show de Jack White posiblemente salieran espantados al encontrarse con una ración áspera y seca de rock sin tapujos con riffs hirientes y garganta envuelta en papel de lija.
Sin apenas concesiones al fan service, White perforó el techo del escenario Estrella Damm con temazos de sus últimos trabajos en solitario “Lazaretto”, “Taking me back” , “Fear of the dawn” , “The White raven”, acordándose de su aventura con Meg White de forma soslayada con “Fell in love with a girl”, “Hotel Yorba” y la que todo el mundo estaba esperando y no llegaba: “Seven nation army”.
Claro que tocó más temas de los Stripes, pero metiendo la cuchara en el catálogo de canciones menos conocidas “I´m slowly turning into you”, “Cannon”, “Catch hell blues” o “ Ball and biscuit”, con la que cerró y no volvió a salir. Un corte de mangas del Sr. White a todos aquellos que fueron a escuchar la cancioncita de rigor y nos acabó recordando lo buenos que fueron (y siguen siendo) los White Stripes. Fuck the norm.
Quienes también estuvieron sembrados fueron los británicos Editors. Siguen resistiéndose a parir algún trabajo que le haga sombra a su debut, “The back room”, pero es de justicia afirmar que en cada nuevo disco alumbran al menos 2-3 singles que justifican seguir pasando por caja. O al menos seguir creyendo en ellos.
En directo directamente es que te vuelves converso, imposible no sucumbir a un puñado de temas incontestables: “The racing rats”, “Papillon”, “An end has a start”, “Smokers outside the hospital doors”, e incluso descorcharon dos novedades: “Heart attack” y “Karm climb” (ojito a esta).
Pero más allá de un repertorio trufado de grandes éxitos, que para eso están girando su recopilatorio ídem, la sensación de ver a Tom Smith y los suyos es ver a un grupo que ha sabido sobreponerse a toda una hornada de grupos que ya ni existen ( ¿The bravery? ¿Maximo park? ¿Hard-fi? ) y encima hacerlo con convicción y maestría. Una de las mejores postales del viernes noche, sin duda.
Los también británicos Hot Chip fueron el equivalente a cerrar las fiestas del pueblo (al menos de la parte gorda del cartel de ese día) delante de un público algo cansado y con aliento a opiáceos.

Pocos artistas son capaces de llevar el sonido perfecto y aseado del estudio al directo sin sufrir problemas de sonido pero es que el combo inglés lo supera y lo enriquece con creces: un sonido ambicioso, orgánico, que lo estiran y lo retuercen.
Zorros que son, saquearon lo más brillante de catálogo “Over and over”, “And I was a boy from school”, “Flutes”, “Night and day”, sublimando la fórmula de “bailar con lágrimas en los ojos” con las mayestáticas “I feel better” -donde se calzan el disfraz de boy band- y en su mejor tema “One night stand”, con ese sinte que casi llora.
Si New Order le hubieran puesto un poco de humor a su propuesta sin duda sonarían como ellos.
Como colofón, una versión de “Sabotage” de los Beastie Boys, un exabrupto que supo a gloria y que, para el que escribe esto, le puso la medalla de la jornada. Tre-men-dos.
La jornada del sábado tuvo marcado acento latino, olvidémonos del cartel anglosajón del viernes, en esta edición quien se comió el turrón fueron la bachata y la salsa, el merengue y la cumbia, el swing y la big band.
No recordaba la explanada de ningún escenario principal tan abarrotada como en la actuación de Juan Luis Guerra con 4.40, que, a eso de las ocho de la tarde salía cuál mosquito atrapado en ámbar: por él no pasan los años, o como se dice por mi tierra “está mentido en manteca”.
Y esta expresión tan mía me hizo recordar mi encontronazo con el dominicano a través de una cinta que mi madre tenía puesta en el radiocasete de la cocina; se trataba de “Ojalá que llueva café” y como la magdalena de Proust siempre quedó asociado al meneíto del delantal mientras ella fregaba los platos.
Con el lema de “Di no a la guerra, sí a Juan Luis” que se podía leer en todos sitios, el festival quiso dedicarle un cariñoso guiño al artista, que nos consta que le hizo mucha ilusión y que incluso se interesó por las camisetas con esta frase estampada.
Pero centrándonos en la música, nuestro hombre repasó buena parte de su cancionero más querido, desde la inicial “Rosalía”, la bachata festiva de “Como yo”, el alegato político con ritmo caribeño de “El costo de la vida”, la poesía de agarre hondo de “Visa para un sueño” y “Burbujas de amor”, todas ellas arropadas y engalanadas con una orquesta de hasta quince músicos, todos ellos tocando con la única intención de hacernos bailar. Y vaya si lo hicieron: parejas de toda edad, sexo y pasaporte bailando y gozando, vuelta y vuelta con faldas retorciéndose en volantes y muñecas que giraban en torno a la otra.
Y si bien la versión de “Ojalá que llueva café” a ralentí no fue la elección más acertada , el broche final con “La Bilirrubina”, con prácticamente todo el público sudando y sin hacer pellas, escenificó a modo de foto final uno de los momentos más bonitos de todo el festival.
Y es que, sin quitarle méritos a la parte musical, el mayo logro de Juan Luis Guerra y sus secuaces fue hacernos olvidar durante hora y media todos los problemas del mundo y ser capaces de arrejuntarnos todos sin partirnos la cara.
Y deberíamos recordar que en un panorama tan empachado de pop ochentas, con el sabor aún caliente en la boca de la sobrevalorada movida madrileña, Juan Luis Guerra metió la bachata y los ritmos latinos en cada casa de España; hoy, que el reguetón le comió la tostada a los ingleses, sería justo reconocer cuánto le debe este éxito a él. Va por ti, maestro.

Cuando algunos resoplan y apenas llegan a completar una actuación de una hora y media, Rubén Blades les presentó al festival la posibilidad de tocar nada menos que cinco horas, opción que quedó finalmente recortada a dos horas y cuarto.
Diría que pocos de los allí presentes era consciente de la envergadura del evento, el panameño es a la salsa lo que Coltrane al jazz o Chuck Berry al rock: piedra fundacional de un estilo que lo sacó a pasear por todo el mundo entero.
Con setenta y cuatro primaveras, el músico siempre cercano y afable ejerció de cronista de cada tema, una especie de García Márquez que a base mucha memoria (mes y año, músicos implicados, anécdotas de la grabación) fue presentando los poco más de veintiún temas que tocaron.
Cómo no, para esta puesta en largo, le acompañó la orquesta de Roberto Delgado, una Big Band de unos veinte músicos que embellecieron esas historias de maridos y mujeres, celos y amoríos pero también de soflama política y reivindicaciones.
Imposible quedarnos con unos pocos temas, pero brillaron “Decisiones”, “Pablo Pueblo”, “Ojos de perro azul” , “El Padre Antonio y el monaguillo Andrés” o una emotiva “Pedro Navaja”, que dedicó a todos los panameños allí presentes. Pero como persona agradecida que es, también reivindicó a sus compañeros de viaje: a Héctor Lavoe en “El cantante”, a Ray Barretto en “ Arallue” o al gran Tito Puente en “Mabo Gil”, con la que empezó la velada y con la americana abrochada durante todo el trayecto, a pesar del bochorno que destilaba la noche. Antes muerto que sencillo.
A modo de bisagra, una (pequeña) parte de su concierto lo dedicó a versionar clásicos de los cincuenta en clave swing, es entonces cuando se calza el esmoquin de Tony Bennet en “Watch what happens” o ladea el sombrero a lo Frank Sinatra en “The way you look tonight”: ¿puede tener este hombre más estilo?
Como temida posdata – es que se nos hicieron cortas las dos horas- una maravillosa “Patria”, él sudando a mares y nosotros intentado abrazar ese momento que, desde entonces, ya sabríamos que sería irrepetible. Uno de los grandes hitos en la memoria colectiva del festival..

