Once años han pasado desde la última visita de The Raveonettes a Madrid, un periodo sorprendentemente largo para una banda que, incluso en sus silencios discográficos, nunca ha dejado de ocupar un lugar importante en el imaginario musical de sus seguidores. Quizá por eso, desde días antes del concierto, el cartel de sold out lucía orgulloso en la puerta de la sala Mon, donde se reunieron fans veteranos y fieles, muchos de ellos cargados con vinilos recién adquiridos de su último trabajo, ‘Peʻahi II’. Aquella imagen hablaba por sí sola: el dúo danés no solo conserva su relevancia, sino que ha sabido reactivar un entusiasmo que parecía latente, esperando la ocasión adecuada para resurgir con fuerza.
Desde principios de los 2000, The Raveonettes han construido un sonido propio, reconocible al instante, que bebe del noise pop más melódico y de esa tradición que mezcla dulzura vocal con guitarras abrasivas. Sin embargo, siempre han añadido una identidad muy suya, sostenida en contrastes: la calma que precede a la distorsión, la fragilidad vocal enfrentada a muros de sonido imponentes, y una estética oscura que coquetea con lo cinematográfico. Con ‘Peʻahi II’, han continuado la senda que dejaron abierta hace una década, pero ampliándola con nuevas texturas y una producción más cuidada. En directo, esa continuidad se siente incluso más evidente, como si estos años de pausa les hubieran permitido afinar detalles, recargar energía y volver con un espectáculo más preciso y atmosférico, reforzado por un juego de luces que parecía sacado de una película de David Lynch.
El público, expectante por conocer qué equilibrio habría entre clásicos y temas nuevos, se encontró desde el primer minuto con una banda sonriente, concentrada y visiblemente emocionada por volver a pisar la capital. La noche comenzó con una triada impecable: ‘Blackest’, ‘Killer’ y ‘Speed’, una apertura que dejó claro que la banda suena más compacta que nunca. La voz de Sune Rose Wagner apareció frágil, casi susurrada, creando ese contraste tan característico con las capas de distorsión que le rodeaban. A su lado, Sharin Foo transformó cada entrada vocal en un susurro cálido, capaz de suavizar incluso las estampas más sombrías que se narran en sus letras. Juntos lograron un equilibrio magnético, como si cada canción fuera un péndulo que oscila entre la crudeza y la delicadeza sin perder coherencia.
No tardaron en pisar el acelerador con una explosiva versión de ‘That Great Love Sound’. Allí emergió su vena más cercana al rock sureño, aunque inteligentemente camuflada bajo bajos distorsionados y pedales fuzz que multiplicaban su densidad. Celebrada con entusiasmo por toda la sala, marcó uno de esos momentos en los que la banda demuestra por qué su mezcla de estilos sigue resultando tan irresistible. Entre los guiños al pasado, también recuperaron ‘Sleepwalking’, menos habitual en sus repertorios, generando una atmósfera desafiante y oscura que contrastó de inmediato con la energía casi nostálgica que despertó ‘Love in a Trashcan’. Ese tema encendió en muchos la memoria colectiva de 2008, recordando cómo ha cambiado la industria musical en directo mientras el sonido de The Raveonettes permanece sorprendentemente sólido.
El concierto fue adquiriendo mayor intensidad a medida que aumentaba la velocidad del parpadeo lumínico en el escenario. En ese crescendo apareció una imponente ‘My Tornado’, donde cada rasgueo de Sune retumbó con una fuerza casi física. Esta sirvió de antesala perfecta para una interpretación brillante de ‘Dead Sound’, tal vez la canción que mejor encapsula la esencia del dúo: melódica, densa y profundamente evocadora. No faltaron tampoco referencias a su infravalorado ‘Pe’ahí’, del que interpretaron ‘Endless Sleeper’ y ‘Sisters’, dos cuchilladas sonoras que recordaron lo interesante que ha sido cada etapa estilística de la banda, incluso aquellas que en su momento quedaron algo eclipsadas.
Poco a poco, el concierto se acercaba al final, sumergiéndonos en los compases inquietantes de ‘Aly, Walk With Me’. Ese tema, siempre envolvente, proyecta en directo una sensación de calles vacías, frío invernal y misterio urbano que resulta casi hipnótica. Pero, pese a esa despedida en apariencia climática, era evidente que la banda tenía ganas de ofrecer algo más. Y así fue. En los bises sorprendieron con su versión de ‘The Christmas Song’, un detalle entrañable que abrió paso a una vibrante ‘Last Dance’, donde Sharin dejó momentáneamente el bajo para entregarse de lleno a la interpretación.
Después llegó uno de los momentos más celebrados: ‘Recharge & Revolt’, con un Sune completamente entregado, reconectando con el espíritu emocional que siempre ha atravesado sus composiciones. Finalmente, cerraron la noche con una emocionante versión de ‘I Wanna Be Adored’, dedicada al recientemente fallecido Gary "Mani" Mounfield, un gesto que unió homenaje, respeto y una última descarga de distorsión compartida con el público.
El concierto fue, en suma, mucho más que una velada cargada de nostalgia. Funcionó como una reafirmación: The Raveonettes siguen siendo importantes, siguen teniendo algo que decir y continúan encontrando belleza en la agitación del ruido. Su música nos acompaña desde hace más de dos décadas, y noches como esta recuerdan por qué: porque, incluso cuando el mundo exterior es un torbellino, ellos logran ofrecernos un refugio hecho de guitarras afiladas, melodías sombrías y emociones verdaderas.
