Madrid, sábado por la noche. En el Teatro Eslava, uno de esos lugares donde la historia y el presente se saludan sin pudor, Stereolab volvieron a hacer de las suyas. Lo hicieron sin aspavientos, con esa seguridad que solo se da cuando el tiempo ha asentado las ideas, y cuando el sonido de un grupo no se desgasta, sino que se adapta como un organismo vivo, dispuesto a seguir mutando. Y sin embargo, desde los primeros compases de 'Aerial Troubles', fue evidente que aquello no era un simple reencuentro: era una reafirmación.
El conjunto británico-francés, liderado por Laetitia Sadier y Tim Gane, ofreció un concierto que no solo sonó impecable, sino que supo recuperar el pulso de su propuesta sin necesidad de mirar demasiado hacia atrás ni forzar nada hacia adelante. El equilibrio perfecto. Esa suerte de orden dentro del caos sonoro, donde los sintetizadores se funden con la distorsión y el ritmo mecánico de batería y bajo nos guía como una brújula que apunta a todas partes a la vez.
Con 'Motoroller Scalatron' y 'Transmuted Matter', el escenario se convirtió en una máquina en marcha, como si cada instrumento formara parte de un engranaje que no admite holguras. Pero era un mecanismo vivo, maleable, en el que lo preciso no estaba reñido con lo lúdico. Sadier, entre cambios de guitarra, trombón y sintetizador Moog, se movía con esa mezcla suya de elegancia distante y cercanía serena. El público, una inesperada combinación de generaciones, respondía con atención. No había necesidad de grandes gestos. Solo había que estar allí, escuchando.
En 'Peng! 33', se hizo evidente que la conexión con la sala no pasaba por la nostalgia. Pasaba por el reconocimiento de una trayectoria. Por saber que lo que estaba sonando sobre el escenario era el resultado de décadas de búsqueda, de prueba, de gozo por la forma y el contenido.
'The Flower Called Nowhere' fue uno de esos momentos donde la melodía parecía colarse entre los huecos de las paredes. Una canción que recuerda al cine de espías setentero, al misterio elegante, a lo evocador que no necesita aclararse. Y justo entonces, cuando parecía que el concierto había alcanzado su primer clímax, llegó 'Melodie Is a Wound'. Sadier transformó el tema en una suerte de pequeña performance cambiante, de saltos tímbricos y texturas nuevas, que desembocaron en una explosión de guitarras saturadas donde Gane, sin elevar una ceja, lo dijo todo con los dedos. Fue un momento que no buscó epatar, pero que se clavó en la memoria como uno de los más intensos de la noche.
La doble pieza 'If You Remember I Forgot How to Dream', dividida en dos partes casi complementarias, supo mostrar el lado más contemplativo sin perder fuerza. En ella flotaba un sentido de temporalidad rara, como si el tiempo no fuese una línea sino una espiral. Ese mismo espíritu reapareció en 'Miss Modular', donde el sonido se hacía denso pero nunca cargante, como si la canción caminara entre capas de neblina luminosa.
'Household Names' y 'Electrified Teenybop!' se encargaron de mantener el ritmo sin necesidad de recurrir a lugares comunes. La segunda, en particular, funcionó como un punto de inflexión hacia la parte final del concierto, en la que el grupo desplegó todo su repertorio de contrastes: ritmos hipnóticos, arreglos minuciosos, guiños electrónicos que no pierden la calidez. La reciente 'Esemplastic Creeping Eruption' mostró su lado más juguetón, con un teclado que parecía querer escaparse del compás para formar su propia melodía secreta.
Y entonces llegó 'Cybele’s Reverie'. No solo una de las favoritas del público, sino también una de esas canciones que explican por qué Stereolab siguen teniendo sentido. Porque combinan belleza formal con una estructura que no se entrega fácilmente. Porque encierran en sus notas una especie de alegría racional, de emoción filtrada. No hacía falta más.
El bis arrancó con 'The Way Will Be Opening', una elección que parecía querer recordar que, aunque el grupo mira al presente con claridad, no reniega de su pasado. Y cuando cerraron con 'Immortal Hands', lo hicieron no como quienes finalizan una actuación, sino como quienes dejan algo flotando en el aire. Como si lo que habían tocado no hubiera acabado de sonar del todo, como si aún tuviera resonancia en algún rincón del cerebro o del pecho.
Lo verdaderamente emocionante fue percibir que, más allá del virtuosismo, de la precisión o del despliegue técnico, lo que mantenía a Stereolab en pie era una fidelidad al juego. A esa capacidad de seguir inventando sin abandonar del todo lo que les hizo reconocibles. A un lenguaje que puede mezclar el krautrock más riguroso con melodías sacadas de un programa infantil de los años setenta. A una lógica sonora que no se construye sobre la urgencia, sino sobre el placer de construir.
En el Teatro Eslava no hubo grandes proclamas ni gestos solemnes. Solo un grupo que sigue funcionando como un laboratorio sonoro —sí, con corazón— y un público que escuchó sin distracciones, como si supiera que algunos conciertos no necesitan justificar su importancia. Simplemente ocurren, y cuando lo hacen bien, como en este caso, uno sale a la calle con la sensación de que algo ha encajado.
Quizás por eso, al finalizar el concierto, hubo quien no aplaudía tanto por euforia como por reconocimiento. Porque lo que Stereolab han traído de vuelta no es solo su música, sino la confirmación de que hay formas de seguir adelante sin dejar de ser fieles a sí mismos. Porque, cuando se hace así, no hay retorno que no suene a descubrimiento.