Con una cola considerable a poco más de 15 minutos para que abriesen las puertas de la sala, se podía palpar claramente una tensión silenciosa que se traducía en miradas expectantes y conversaciones a media voz. Sin necesidad de artificios ni gestos grandilocuentes, Porridge Radio se dispusieron a recorrer un repertorio que, lejos de cualquier épica innecesaria, se sostuvo en su propia solidez. Todo en ellos parecía responder a una lógica interna, a un equilibrio entre la intensidad y la contención que ha definido su música hasta el final, ya que seguramente estemos ante la última gira del grupo en el caso de que cumplan su palabra.
Antes de que el cuarteto de Brighton subiera al escenario, Soph Nathan abrió la noche en solitario. Conocida por liderar Our Girl, presentó un set intimista en el que despojó sus canciones de cualquier adorno innecesario. Su interpretación de 'Whatever' y 'Absences' se construyó sobre una guitarra que, más que acompañarla, parecía dialogar con su voz, moldeando las pausas y los matices con precisión quirúrgica.
Lejos de perder fuerza sin su banda habitual, la crudeza de su formato hizo que temas como 'Something About Me Being a Woman' resonaran con una claridad casi incómoda. Entre los asistentes, se percibía una escucha atenta, un reconocimiento tácito de que su música, aunque contenida en la forma, estaba cargada de una gravedad innegable.
Tras un breve cambio de escenario, los primeros acordes de 'Sick of the Blues' abrieron la velada con un impacto inmediato. Dana Margolin irrumpió en escena con una intensidad que no dio tregua, exorcizando cada palabra con una voz que transitaba entre la rabia y la vulnerabilidad. Acompañada por una banda afilada y precisa, cada repetición en sus versos adquiría una dimensión casi hipnótica, un grito colectivo que encontró eco en la multitud.
'A Hole in the Ground' y 'Don’t Want to Dance' mantuvieron la tensión en lo más alto. La batería de Sam Yardley imprimía un ritmo que empujaba la canción hacia un frenesí incontrolable. Margolin, con su característico vaivén escénico, parecía dejarse arrastrar por la música, perdiéndose en cada compás. 'I Got Lost' llevó el ambiente a otro nivel, con su crescendo constante que hizo temblar la sala. La interpretación de 'I've Got a Feeling (Stay Lucky)' pareció un pulso entre el orden y el caos, con las guitarras estallando en los momentos precisos y la voz de Dana llevándolo todo al límite.
En 'You Will Come Home', el público acompañó con un murmullo contenido que terminó convirtiéndose en un clamor unificado. 'Lavender, Raspberries' retumbó en la sala con una potencia abrasadora, mientras que 'Pieces of Heaven' se extendió como un respiro tenso antes de la tormenta. Cuando llegó 'God of Everything Else', Margolin ya parecía habitar un lugar fuera del tiempo, entregándose por completo a cada frase mientras el público la seguía con la mirada, atrapado en su trance.
'Wednesday' aportó un instante de calma, con una ejecución que se sintió como una confesión a media voz antes de que 'Anybody' e 'In a Dream I’m a Painting' retomaran la senda de la intensidad. Aquí, el juego de dinámicas entre la contención y la explosión se hizo más evidente que nunca. Cada vez que el sonido parecía disiparse, volvía con una fuerza renovada, y la banda supo medir con precisión quirúrgica esos vaivenes emocionales.
'7 Seconds' y 'Back to the Radio' sirvieron como clímax antes del bis, con una Margolin completamente entregada, sacudiendo su guitarra como si estuviera tratando de exorcizar algo dentro de ella. El público, cada vez más frenético, se dejó llevar por la ola sonora y respondió con una intensidad a la altura de lo que ocurría en el escenario.
Dana regresó sola con su guitarra para interpretar 'Waterslide, Diving Board, Ladder to the Sky', un respiro que sirvió para que la tensión acumulada se diluyera por un momento. Pero en cuanto se reincorporó la banda con 'Machine Starts to Sing', la energía volvió a desbordarse con una Dana entre el público, aunque esta vez de una forma mucho más oscura y ceñida a ambientes claustrofóbicos. 'Sweet' fue el último estallido de electricidad pura, y con 'The Rip' la noche alcanzó su desenlace definitivo, dejando a los asistentes entre la euforia y la melancolía.
Cuando todo terminó, el grupo abandonó el escenario sin más artificio que el necesario, lanzando sus setlists en forma de avión de papel al público, dejando tras de sí el eco de un sonido que no dependió de gestos ni discursos para dejar su huella. Sin necesidad de mirar atrás, ejecutaron su repertorio con la precisión de quienes han comprendido su propio lenguaje y no necesitan más adornos. Porridge Radio se van sin dramatismos, con la seguridad de haber construido algo que no requiere de prolongaciones forzadas ni grandes declaraciones.
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