Bajo el neón discreto de la Sala Clamores, Pearl & The Oysters desplegaron anoche en Madrid su arsenal de texturas retrofuturistas sin más escenografía que una cuidada arquitectura sonora. Juliette Pearl Davis y Joachim Polack, cómplices desde la adolescencia y creadores de un lenguaje propio que mezcla pop psicodélico, electrónica lo-fi y guiños de ciencia ficción, ofrecieron un concierto que más que un repaso a su repertorio, funcionó como una navegación precisa por su particular geografía musical.
'Konami' abrió la noche como quien enciende un sistema operativo de otra década. Una base rítmica con sabor a arcade ochentero y sintetizadores de bordes suaves sirvieron como puerta de entrada a un universo donde las canciones no se empujan unas a otras, sino que se enlazan con lógica interna. La voz de Davis, clara y procesada con efecto delay, se movía como una línea melódica flotante sobre un colchón digital bien medido.
Le siguió 'Treasure Island', en la que las percusiones parecían traídas desde algún trópico virtual y los teclados se desplegaban en capas que recordaban a los viejos estudios de grabación de los años 70, pero sin nostalgia: más bien con la intención de redibujar ese sonido bajo una nueva luz. No hay artificio en sus arreglos; todo está donde debe estar. En 'Fireflies', los arreglos conservaron un aire envolvente, con melodías delicadas y capas bien equilibradas. En algún momento del concierto, Davis tomó la flauta travesera, añadiendo con ella un acento melódico sutil, empleado con la misma discreción que caracteriza su forma de estar sobre el escenario.
'Cruise Control' reformuló el ritmo con un giro hacia el funk ralentizado, lleno de detalles en la producción: cada break, cada pequeño efecto en la voz o el teclado, parecía insertado con la precisión de un relojero. A pesar de su aparente desenfado, Pearl & The Oysters diseñan sus temas como pequeños mecanismos de relojería. Todo suena fresco sin dejar de estar calculado, y eso es parte de su atractivo.
En 'Big Time' se hizo evidente que el dúo no necesita elevar el volumen para hacerse notar: basta un par de acordes juguetones, un groove bajo control, y el carisma interpretativo de Davis, que actúa sin sobreactuar. Con 'Bit Valley', el concierto dio un pequeño viraje hacia terrenos de inspiración japonesa: melodías cortas, repetitivas, con una estructura que parece sacada de un videojuego de consola de los noventa, pero con alma de canción pop contemporánea.
La secuencia media del concierto alcanzó uno de sus momentos más lúcidos con 'Triangular Girl'. El tema, entrecortado y envolvente, sirvió como demostración de que se puede construir tensión sin recurrir al volumen o a crescendos forzados. Aquí, como en otras piezas, se percibe la influencia de bandas como Stereolab o Broadcast, aunque filtradas por un gusto personal que nunca se entrega por completo a la cita directa.
'Halfway Where?' sirvió como punto de suspensión. Una pieza breve y sutil, donde la combinación de inglés y francés en la voz evocó más una ensoñación lingüística que una simple mezcla idiomática. Los timbres suaves y el patrón rítmico contenido añadieron un carácter contemplativo sin detener el flujo del repertorio.
Uno de los momentos más evocadores llegó con 'Sous la lune mandarine', canción que pareció estar construida con la misma lógica que una imagen difusa: voces lejanas, sintetizadores atmosféricos, y una estructura abierta que deja espacio para que cada elemento respire. Davis, aquí, sostuvo cada línea vocal con la precisión de quien conoce muy bien sus propias limitaciones y fortalezas.
En 'Flowerland', el grupo regresó al color, al ritmo ligero y al juego con capas melódicas en distintas frecuencias. La canción funciona como una especie de falso cierre: alegre, circular, llena de detalles que no reclaman atención pero están ahí, esperando a ser descubiertos. 'Mermaid Parade', por su parte, trajo de vuelta la sensación de estar escuchando una postal sonora: evocadora sin ser vaga, clara sin necesidad de subrayados.
El tramo final, con 'Side Quest' y 'Pacific Ave', fue quizás el más narrativo del concierto, si es que se puede hablar así de su modo de secuenciar temas. La primera sonó como una introducción invertida, un pequeño motivo que se expande y se repliega, como una transición que se ha independizado. La segunda, cerró la noche con un ritmo sostenido y una melodía que parecía flotar a lo largo de un paisaje urbano ficticio, como si una escena de animación se estuviera dibujando lentamente ante nosotros.
Durante setenta minutos, el dúo se mantuvo ajeno a cualquier exceso, sosteniendo su propuesta sin alardes ni aspavientos, pero con una seguridad que delata horas de trabajo detrás de cada transición. Lo suyo no es ni revival ni escapismo: es una reformulación constante de materiales musicales bien conocidos, convertidos en otra cosa por el modo en que se combinan, se sitúan, se ordenan.
La organización, a cargo de Hop Hop Hurrah, supo apostar por una banda que entiende el directo como una extensión natural de su universo de estudio: íntimo, preciso y lleno de pequeños guiños que solo se perciben si se presta atención. En una sala como Clamores, con un público entusiasta y respetuoso, eso cobra aún más sentido.
