La Sala El Sol, que ha visto pasar décadas de mutaciones musicales, recibió a Oracle Sisters con una calidez casi doméstica. No hubo discursos inflados ni euforia impostada; lo que sí hubo fue algo mucho más raro: una atención hipnótica, un flujo constante entre escenas sonoras que se iban sucediendo con la naturalidad de una ensoñación.
El concierto arrancó con ‘Riverside’, y la elección no fue casual. Como en el disco, fue la puerta de entrada a un terreno líquido y sutilmente perturbador. La canción, con sus líneas de guitarra suspendidas y una percusión apenas sugerida, sirvió de umbral para introducir al público en una deriva que iría cobrando capas y texturas. Lewis Lazar, Chris Willatt, Julia Johansen y tres músicos más aparecieron en escena con una disposición tan poco ceremonial como medida: apenas un gesto, unas notas, y ya estaban ahí. Todo comenzó sin aspavientos, como si no hiciera falta subrayar lo que era evidente desde el primer compás.
El segundo tema, ‘Marseille’, marcó el primer viraje. Del clima soleado de la apertura se pasó a una cadencia más urbana y sintética, con un bajo serpenteante que, por momentos, evocaba algo entre Gainsbourg y algún club europeo de los años ochenta. La voz se volvió más grave, casi narrada, y la batería, aunque sobria, llevaba el ritmo con una pulsión tan sensual como contenida. No se trataba de provocar un estallido, sino de dibujar una atmósfera donde los matices se impusieran al volumen.
Y así fue durante todo el set. ‘The Dandelion’ llegó como un soplo de folk casi bossanovesco: guitarras que parecían deshacerse antes de acabar el acorde, voces que se trenzaban en armonías de una precisión quirúrgica. Lo más sorprendente es cómo esas voces —tres, siempre tres— no saturan, no buscan imponerse. Al contrario, se deslizan unas sobre otras como si fueran variaciones de una misma idea. Esa economía de medios, esa inteligencia en la distribución del sonido, es quizás uno de los secretos mejor guardados del grupo.
'Hail Mary’ supuso el primer momento de distorsión real. Aquí la banda se permitió una subida de voltaje: la guitarra rasgó con fuerza, la batería se endureció, y lo que hasta entonces había sido contemplación se transformó en invocación. Fue en esa intensidad inesperada donde surgió la primera chispa del frenesí setentero que mencionabas: un solo de guitarra que no buscaba lucirse, sino rasgar la superficie de la canción, abrir una grieta. El efecto fue inmediato: el público, hasta entonces estático y atento, empezó a balancearse con una energía nueva, como si el trance hubiese cambiado de color.
Con ‘Velveteen’ volvimos a ese terreno intermedio que tan bien domina el trío: un pop de bordes psicodélicos donde las frases se alargan, los silencios pesan, y la melodía parece llegar siempre desde algún lugar fuera de cuadro. Aquí fue especialmente evidente el guiño a la chanson francesa, no como cita explícita, sino como cierta forma de frasear, de hacer que las palabras floten sin necesidad de subrayarlas. Fue una interpretación elegante, casi esquiva, pero profundamente emocional.
‘Blue Left Hand’ introdujo un cambio de registro más radical. Con su base rítmica tensa y una energía más urgente, la canción avanzó como una declaración. Aquí los instrumentos parecían entrar en competencia, cada uno con su frase, su textura, pero todo encajaba: una coreografía disonante donde incluso el caos estaba cuidadosamente orquestado. El mensaje político —implícito más que enunciado— vibraba debajo de la superficie, y en ese sentido, fue quizás uno de los momentos más densos del concierto.
Después llegó ‘Cigale Song’, que fue algo así como una pausa soleada, con ese aire totalmente retro que la define. La interpretación fue suave, relajada, y sin embargo no perdió un ápice de precisión. El público, ya completamente entregado, respondió con un silencio respetuoso y, al final, un aplauso más cálido que ruidoso. Era como si todos supieran que acababan de escuchar algo que requería cierta delicadeza, incluso en la reacción.
Con ‘Rodeo’ y ‘Moon on the Water’ se volvió a explorar la veta más melódica del grupo, aunque cada una desde un ángulo distinto. La primera, con su cadencia de folk americano filtrado por ojos europeos; la segunda, una balada nocturna, íntima y casi espectral, donde Julia tomó el protagonismo vocal. Fue uno de los momentos más frágiles y a la vez más sólidos del concierto: sin excesos, sin pirotecnia, solo una voz desnuda acompañada de un fraseo de guitarra que parecía evaporarse en el aire.
En ‘Banshee’, el tono se volvió melancólico, aunque sin caer en la languidez. Hay algo en la manera en que Oracle Sisters manejan la tristeza que resulta liberador: no hay dramatismo ni autocompasión, solo un eco, una resonancia emocional que se cuela por debajo de la piel. Y luego, ‘High Moon’ —otra vez Julia, otra vez esa voz que no necesita imponerse para hacerse oír— volvió a teñir el ambiente de una calma sedante, como un susurro que pide atención sin exigirla.
El tramo final del concierto fue una concatenación de piezas que mostraron todo el abanico de lo que el grupo puede hacer. ‘Ruby’ aportó un punto de lirismo narrativo; ‘Alouette’, con su estructura quebrada y su ritmo nervioso, recordó la energía del postpunk sin adoptar sus fórmulas; ‘RBH’ fue un despliegue coral en el que cada miembro del grupo encontró su lugar exacto, como si las piezas de un rompecabezas se alinearan sin esfuerzo.
Con ‘Asc. Scorpio’, la electricidad volvió a crecer. Fue un tema interpretado con fuerza contenida, casi como si se tratara de una invocación. La canción, con sus giros armónicos y su estribillo ascendente, se sintió como un pequeño ritual. La gente no cantaba, murmuraba; no bailaba, se dejaba llevar. Fue un momento extraño y magnético.
‘Divinations’, que dio título a la gira y al disco, apareció como una coda perfecta. Aquí el grupo desplegó todo su imaginario: el misterio, lo onírico, el cruce entre lo pop y lo etéreo. La canción no concluyó: se desvaneció. El aplauso fue largo, pero nunca frenético. Parecía más bien un gesto de agradecimiento por haber asistido a una experiencia construida con tiempo, detalle y una atención al matiz poco habitual en el pop actual.
El bis, ‘Tramp Like You’, fue quizás el momento más libre del set: una especie de celebración sin excesos, donde el grupo se permitió una interpretación más suelta, más festiva, pero sin romper la lógica de lo anterior. Fue el cierre ideal: no una explosión, sino una despedida en forma de guiño.
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