Crónica

Destroy Boys

Copérnico

10/02/2025



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El lunes por la noche, la Sala Copérnico de Madrid fue el escenario de un despliegue de energía que confirmó a Destroy Boys como una de las propuestas más contundentes del punk contemporáneo. Ante un público entregado, la banda californiana ofreció un set en el que la visceralidad y el compromiso político se entrelazaron con un sonido que se mueve con soltura entre el punk clásico y la sensibilidad pop.

Cuando por fin pisaron el escenario, la sala rugió con la fiereza de quien lleva semanas conteniendo un grito. No hubo palabras de cortesía ni discursos de bienvenida: 'Shadow (I'm Breaking Down)' fue un disparo seco, una declaración de intenciones que sacudió la sala como un latigazo. Alexia Roditis, con su carisma desbordante y su voz que araña, lideró el ataque mientras las primeras filas se convertían en un torbellino de cuerpos en éxtasis. Detrás, Violet Mayugba, con la guitarra afilada como un cuchillo, disparaba riffs que cortaban el aire.

No había pausa posible. 'Crybaby' y 'Drink' cayeron como una avalancha sobre el público, empapándolo todo de una mezcla de rabia y euforia. No era solo punk: era un latigazo emocional que iba del grito a la melodía, de la violencia a la ternura en cuestión de segundos. La versatilidad de Destroy Boys no es solo musical, es también emocional. Juegan con el público como si fueran alquimistas del caos.

Cuando sonó 'Plucked', el pogo ya había alcanzado su velocidad de crucero. En ese momento, Alexia se tomó un respiro para soltar la primera de varias bombas verbales. Habló del dolor de crecer en un país que parece empeñado en tragarse a su juventud, del hartazgo de vivir en un mundo donde la injusticia es rutina. También reivindicó la lucha feminista, la resistencia del colectivo queer y trans frente a la discriminación y el derecho del pueblo palestino a existir sin opresión. No eran palabras vacías. Cada frase era un puñetazo al cinismo, un recordatorio de que la música es, en el fondo, un refugio político.

'K Street Walker' y 'Vixen' incendiaron la sala de nuevo, con la banda en un estado de furia controlada. 'Bad Guy' llegó con un ritmo infeccioso que convirtió la pista en una marea de saltos y empujones, una celebración del descontrol. Pero fue 'Beg for the Torture' la que mostró la cara más oscura del grupo, con un tono más denso y opresivo, casi como si hubieran bajado a los sótanos del punk solo para emerger con los dientes afilados.

'Should’ve Been Me' le dio el micrófono a Violet, que dejó claro que no solo es una guitarrista explosiva, sino una vocalista capaz de escupir fuego. 'Muzzle' le siguió con una energía que rayaba en lo salvaje, antes de que el ambiente cambiara de golpe con 'Amor divino'. La única canción en español de la noche se convirtió en un momento íntimo y casi hipnótico, con el público coreando cada palabra en una suerte de comunión emocional.

El tramo final del setlist fue una sucesión de golpes certeros: 'Boyfeel', 'Fences' y 'You Hear Yes' se sucedieron sin respiro, dejando a la sala al borde del colapso. Entonces, la banda desapareció por unos instantes, dejando un vacío momentáneo que solo sirvió para avivar la necesidad de más.

El encore fue puro fuego. Alexia regresó sola para tocar 'Piedmont', un respiro antes del último estallido. Y entonces llegó el clímax: 'I Threw Glass at My Friend’s Eyes and Now I’m on Probation' cayó como una granada, detonando la última gran erupción del público. Era el final perfecto: crudo, desafiante, incontrolable.

Destroy Boys ofrecieron algo más que un concierto: construyeron un espacio donde la música fue un canal para la emoción colectiva y la denuncia social. En tiempos donde el punk parece haber perdido su filo en favor de la nostalgia, ellos demostraron que sigue siendo una herramienta poderosa para canalizar el descontento y la identidad. Una noche que dejó huella, sin concesiones ni artificios.

Tratando de escribir casi siempre sobre las cosas que me gustan.