Cola debutaban en Madrid en pleno día de verano abrasador, de esos que parecen derretir el asfalto y dejarlo todo en pausa, salvo lo que sucede en el interior de una sala como El Sótano, donde el trío canadiense logró rozar el cartel de “entradas agotadas”. Una sorpresa relativa, porque aunque su nombre aún no sea ubicuo, el número de fieles era mayor del que podíamos imaginar, muchos de ellos con camisetas de Ought, la anterior encarnación del grupo, como guiño a una continuidad que sigue viva también en el puesto de merchan. Sin grandes alardes ni necesidad de presentaciones, y con esa calma controlada que los define, Cola ofreció un directo donde la sobriedad no impide que todo brille si uno presta atención a los matices. Desde las guitarras de Tim Darcy, que no teme jugar con la desafinación como si fuera un recurso expresivo más, hasta las líneas de bajo de Evan Cartwright, profundas y serpenteantes, capaces de aparecer justo cuando más falta hacen. Lo suyo es una lección de compenetración medida al milímetro, una forma de entender la música como un proceso de construcción paciente, oscuro y atmosférico, donde bajar las revoluciones no es sinónimo de frialdad, sino de absorberlo todo a fuego lento hasta que cada nota se convierte en una presencia total.
Arrancando con ‘Pallor Tricks’, Cola dejaron claro desde el primer minuto que el dominio de la pedalera sigue siendo uno de sus grandes lenguajes: un sonido ágil, casi saltarín, cargado de un sarcasmo suave pero firme, siempre con el timón bien sujeto mientras navegan por esas letras que intentan descifrar las decisiones humanas más inexplicables, esas que nos empujan, sin remedio, hacia el abismo. La calma intensa que los caracteriza, ese estado de alerta contenida que solo se comprende al escucharlos, marcó todo el concierto, con temas como ‘Tracing Hallmarks’ que sentaron las bases de lo que vendría: guitarras que parecen multiplicarse como ecos calculados, ritmos constantes y precisos, una voz grave que rehúye la fragilidad sin renunciar a la emoción, y versos fugaces que brillan como pequeñas pausas del alma, esos momentos donde el corazón se detiene a buscar algo más amable, más habitable. Bajo esa definición instrumental tan milimétrica, rendirse al vaivén de cabeceos tranquilos pero inevitables fue lo más natural: Cola reordenan el caos con austeridad luminosa, sin necesidad de artificios, dejando que cada nota cumpla su función como si nada en su universo sonoro pudiera permitirse el exceso.
A mitad del concierto, se coló la flamante ‘Mendicant’, que en directo prescindió de la flauta medieval de la versión de estudio y encontró acomodo prolongando la línea de bajo hasta convertirla en una hebra pop curiosamente luminosa, sin desentonar un ápice dentro del set. El contraste se hizo evidente al enlazarla con ‘Blank Curtain’, uno de esos clásicos donde el tiempo parece detenerse para escrutar qué demonios escondemos en el rincón más recóndito del pecho, recordándonos que la vida todavía guarda sobresaltos poco amables. Y ahí radica buena parte del embrujo de Cola: su música funciona como entrenamiento para esperar lo que venga, infundiendo una quietud que tranquiliza y, al mismo tiempo, nos arropa frente a todos los escenarios posibles. Firmes en el pulso pero siempre con ese destello imaginativo que despuntan sus riffs cíclicos, el trío ha sabido acuñar una marca personal reconocible tanto en estudio como sobre el escenario, demostrando que se puede ser minucioso y audaz a la vez.
La recta final del concierto se tiñó de una amenaza contenida, de esas que se insinúan más que se declaran, y que Cola saben manejar con una sonrisa sombría en el rostro, como bien ejemplificó una ‘Albatross’ densa y vibrante, donde las líneas de bajo se alargaban hasta rozar lo hipnótico mientras los cambios de ritmo se volvían aún más quirúrgicos, cargando el aire de electricidad incluso antes de que la tormenta rompiese. Tampoco faltó ‘Water Table’, una de esas piezas que consolidan su capacidad para imponer un tempo comedido, pero absolutamente absorbente, donde la victoria llega por insistencia, por esa forma tan suya de empujar desde lo mínimo hasta convertirlo en atmósfera total. Con un Tim Darcy visiblemente emocionado y agradecido, una gratitud sincera que brota tras una gira extensa y en un mundo que, como él mismo dijo, parece tornarse cada vez más aterrador, el concierto concluyó con esa mezcla perfecta de satisfacción plena y deseo renovado: el anhelo de volver a cruzarnos pronto con una banda que convierte cada actuación en una lección de elegancia, contención y artesanía rock, siempre atentos a esos pequeños desplazamientos emocionales que, en el fondo, son los que moldean nuestras vidas.
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