Hay conciertos que no necesitan grandes efectos de luz, ni un escenario plagado de gadgets tecnológicos para quedarse grabados en la memoria. Lo de Chris Cohen este pasado miércoles en la sala Galileo Galilei fue exactamente eso: un golpe suave pero certero al alma. En un espacio que respiraba una intimidad apenas imaginable, casi como si estuviéramos en el salón de casa de un amigo muy talentoso, Cohen nos regaló una noche cargada de pop costumbrista. Ese pop que no intenta nada más que ser honesto, pero que en su simplicidad consigue conmover.
La noche arrancó con 'Optimist High', una declaración de intenciones sutil pero efectiva. Desde ese primer acorde, quedó claro que la esencia de Chris Cohen no radica en su grandilocuencia, sino en su capacidad para hacer que el tiempo se detenga. La canción, con sus tintes melancólicos pero esperanzadores, abrió paso a un setlist meticulosamente diseñado para navegar entre emociones suaves, entre la nostalgia y el placer de lo sencillo.
Entre canción y canción, Chris Cohen demostró que, además de ser un maestro del detalle musical, es un anfitrión encantador. No hubo largos monólogos ni intentos forzados de humor, sino comentarios breves pero cálidos sobre el origen de las canciones. En 'Physical Address', por ejemplo, explicó cómo las frases de un formulario de desempleo terminaron transformándose en una pieza musical que destila ironía y belleza. Este tipo de anécdotas humanizó aún más la experiencia, haciendo sentir al público como partícipe de un viaje íntimo y personal.
El repertorio avanzó con joyas como 'Wishing Well' y 'Cobb Estate', cada una llevando consigo un universo sonoro propio. Los arreglos nunca resultaron sobrecargados; la psicodelia que Cohen suele explorar aparecía apenas susurrada, como una brisa que acaricia en lugar de arrollar. Lo que destacó fue la manera en que los matices, esos pequeños detalles escondidos en cada acorde, resonaban en una sala prácticamente llena pero que guardaba silencio absoluto, como en un acto de reverencia.
Si algo caracterizó el concierto, fue la mirada nostálgica que impregnaba todo. Canciones como 'Yesterday’s on My Mind' parecían diseñadas para envolver al público en un manto de recuerdos. No eran recuerdos concretos, sino esa sensación universal de añorar algo que quizá nunca se tuvo, pero que siempre estuvo ahí, en el corazón de uno mismo.
El momento cumbre llegó con 'Paint a Room', que a pesar de su aparente simplicidad, consiguió elevar el ambiente a una especie de trance colectivo. Las armonías, impecablemente ejecutadas por la banda que acompañaba a Cohen, demostraron que lo sencillo no tiene por qué ser básico. Al contrario, cada nota parecía estar colocada con precisión quirúrgica para maximizar su impacto emocional.
Después de un recorrido que incluyó piezas emblemáticas como 'As If Apart' y 'Dog's Face', el set principal terminó con 'Torrey Pine'. Pero el público no estaba dispuesto a dejar marchar a Chris tan fácilmente. Con vítores y aplausos, se logró un encore que comenzó con 'Sweet Williams', una balada que destilaba calma y ternura. Finalmente, 'Heart Beat' cerró la noche de manera magistral, dejando en el aire la sensación de que habíamos presenciado algo irrepetible.
El concierto de Chris Cohen en la Galileo Galilei, organizado por Hop Hop Hurrah, no solo fue una muestra del talento y la calidez del artista, sino un recordatorio de que en la música, como en la vida, a veces menos es más. En un mundo que parece girar cada vez más rápido, este pequeño oasis de pop costumbrista fue un bálsamo para el alma, un espacio donde la sencillez se convirtió en arte.
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