Arctic Monkeys se coronaron en Madrid durante dos noches consecutivas en el Wizink Center como lo que son: la banda de rock más completa que podemos encontrar en la actualidad. Unificadores de todas las etapas de su trayectoria y tratando siempre de reinventarse sin ceder ante las presiones de un exitoso pasado, se sacaron de la manga un concierto de esos que contenta a todos los fans de la banda. Aquí no hubo distinciones en la interpretación en cuanto a las dosis de espíritu crooner o poses rockeras eran necesarias, ya que resultó complicado separar cuál de las dos facetas de Alex Turner era la que predominaba en cada una de las canciones. Ya sea agarrando su guitarra o deambulando por el escenario con el micrófono en mano, el músico británico demostró un carisma arrollador en cada movimiento, logrando dejar de lado esa imagen clásica del artista rock maldito para ofrecernos un semblante mucho más humanizado de cada uno de los gestos ejecutados sobre el escenario. Bajo estas premisas, los 105 minutos que duró su actuación corrieron realmente como la pólvora, asegurándonos además los artificios escénicos suficientes para aderezar aún más una propuesta que cuenta con esos toques retro que nos conducen de lleno hacia bandas que han marcado historia de la música con toda la despreocupación de sus guitarras.

Arrancando el directo con 'Brianstorm', nos enseñaron los dientes, haciéndonos ver cómo el sonido atronador iba a ser la tónica de la noche, fuesen cuales fuesen las circunstancias. Encontrando en esta segunda noche un público igualmente volcado en todo lo que representa vivir cada una de las canciones como si se tratase de un punto álgido de la banda sonora de sus vidas, desde un primer momento destacaron esos gritos totalmente cómplices en cada arranque de los temas. Esto resulta muy indicativo acerca de cómo han ido acumulando y no perdiendo seguidores en cada una de sus referencias. Más detalles llamativos que dieron buena cuenta del dominio completo de un espectáculo entregado a esa necesidad de recrearse en cada pose estática que permiten canciones como 'Snap Out of It' llegaron a través de la contundencia mostrada en la línea rítmica, intentando alcanzar una interpretación tan aguerrida como unificadora que propiciase el sentimiento de un constante crescendo en cada canción. De hecho, cambios a priori que podrían ser pronunciados como los producidos entre 'Don't Sit Down 'Cause I've Moved Your Chair' y 'Crying Lightning' no se percibieron como tales gracias a esa forma de atacar las canciones desde la sinuosidad del bajo y la caja.

Llegando el turno en el que percibimos a un Alex más desatado en su faceta de músico que convive con la nostalgia de los años más desmelenados del grupo, pero que también es consciente de cómo la serenidad bajo control les sienta a la perfección, canciones como 'Four Out of Five' reflejaron a la perfección ese dominio de las pulsiones más relacionadas con reflejar la madurez sin perder ni un ápice de esa mirada desafiante que siempre ha caracterizado a los británicos. Así es como logran callar a todos aquellos que les acusan de haber dejado de lado la esencia de sus inicios, garantizándonos plenamente cómo pueden convivir múltiples facetas del grupo precisamente en algunas de sus canciones más recientes. Tampoco se quedaron cortos en este aspecto con la interpretación de 'Big Ideas', una balada que sirvió para desatar una vez más esa concepción de cómo en las distancias cortas también son capaces de mantener la llama viva, procurando ante todo cuidar ese romanticismo latente durante la mayor parte de su trayectoria.

Desatando grandes recuerdos tan remotos como felices, llegó esa parte del concierto donde invocaron a las canciones con las que definitivamente despegaron, pasando de 'My Propeller' a una 'Fluorescent Adolescent' que ha envejecido a la perfección con el paso de los años. Con más músculo también llegó 'Knee Socks', la canción con la que superaron el ecuador del concierto y abrieron camino hacia esos territorios relacionados con encontrar el equilibrio entre los puntos más equidistantes de su trayectoria. En primer lugar, 'There'd Better Be a Mirrorball' provocó la admiración de los asistentes ante esa ejecución casi sedosa, sumergiéndolo todo en la luz incandescente de la gran bola de discoteca que presidía el escenario y que se prolongó en '505', con la que los ánimos se encendieron nuevamente al máximo. Intuyendo cómo poco a poco consumíamos la duración del directo, los compases finales llegaron marcados por un Alex que se dirigió más que nunca al público, embelesado por todas esas personalidades recogidas en canciones como 'Star Treatment' o la provisionalmente final 'Body Paint', que supuso el culmen de la elegancia que propugna el grupo. Haciéndose ligeramente de rogar, no escatimaron en bises, ofreciéndonos tres, culminados con 'R U Mine?', donde se recrearon en unos riffs finales diseñados para llenar al máximo el concepto de rock de estadio. Ojalá que siempre que pensemos en él, este concierto nos venga a la mente, ya que supone abordar el género para masas desde sensibilidades muy diferentes y al mismo tiempo complementarias entre sí.

